miércoles, 28 de septiembre de 2016

Nora Bold...capítulo 2





     Nora Bold la chica más inteligente del instituto y la más hermosa. Corría el año 1956 y se había apostado con su gran amiga Mae a ver quién de las dos entraba primero en una relación. Para Nora era algo que le traía sin cuidado, nunca hizo caso a ninguno de los jóvenes que bebían los vientos por ella, y por esa forma de caminar entre diva y sabelotodo. Mezclado con una ingenuidad que la volvía adorable.
     Mae estaba enamorada desde el verano anterior del atlético John Haverd. Cada vez que compartían las canchas de baloncesto, ella como animadora con su mini falda blanca y su jersey rojo y blanco. Y él con su traje de deportista, que lo convertía en un auténtico dios en la tierra, Mae creía morir de la emoción. Algo que Nora no comprendía. Sí, era cierto, John Haverd era muy guapo, sin descontar su atractivo, pero hasta ese extremo…no, no lo comprendía. Para Nora el amor era otra cosa, algo que no había sentido todavía. Algún muchacho le había llamado la atención, otros la habían enternecido y varios, tenían su amistad sincera, pero desconocía lo que su amiga sentía hacia John.
     ―¿Vas a venir el domingo a la barbacoa que se celebra en casa de los Harris?
     ―¿Barbacoa? Es la primera noticia que tengo ―respondió Nora mientras colocaba la parte trasera de la cintura de su pantalón.
     ―Seguro que tus padres están invitados.
     ―Puede ser. Si es así, nos veremos el domingo ―aportó sin gran entusiasmo.
     ―Nora, ¿qué piensas hacer cuando finalices el instituto?
     ―Quiero ser médico, como mi padre.
     ―¿En serio? ―Mae se conformaba con que John Haverd la invitara a salir y le pidiera matrimonio.
     ―¿Qué harás tú cuando termines los estudios aquí? ―preguntó Nora para desubicarla por completo.
     ―Pues…―carraspeó― Puede que estudie para ser profesora, como la señorita Bird ―se inventó en un instante.
     Finalizaba el viernes y las chicas recogían los libros que estaban sobre la mesa de la clase. El señor Larson (profesor de matemáticas) ponía sobre la tarima el maletín que acababa de cerrar.
     ―Buen fin de semana, muchachos ―dijo Larson con la alegría de saber que durante dos días no volvería a ver a ninguno de ellos.
     ―Que tenga usted un agradable fin de semana, profesor ―respondió una muchacha de la primera fila.
     El domingo bien temprano la señora Brenda preparaba lo necesario para salir hacia casa de los Harris. Ya estaba el desayuno dispuesto sobre la mesa. Y una tarta de queso con arándanos, que había envuelto de manera elegante para obsequiar con él a la señora Harris. Ella ya estaba a punto para salir, había desayunado hacía un par de horas un café con leche sin nada más. Encima de la tarima había tortitas de maíz recién hechas, una tarta de chocolate, huevos revueltos y una jarra de zumo de naranja recién exprimido. El café aromatizaba toda la parte inferior de la vivienda despertando con su aroma a todo aquel que se dejaba enamorar por Morfeo.
     Brenda observaba su imagen en el espejo de la entrada. Era muy bonita, a ella le gustaría no tener alguna arruguita que otra en el contorno de sus ojos tan lindos, pero era consciente de que eran la expresividad de su risa contagiosa. Era muy feliz, siempre soñó con tener la familia que ahora poseía y verse ya una mujer en sus cincuenta años, le parecía imposible. Qué rápido pasa la vida ―pensaba, no sin razón― El espejo le devolvía su figura de un lado, después del otro. Acicalaba su melena dorada y colocaba con destreza algunos rizos que la noche anterior la habían desafiado con la almohada. En eso estaba cuando bajó el señor Bold.
     ―Eres muy bonita, Brenda ―le obsequió mientras besaba su cuello de cisne.
     ―¡Oh James! Qué tonto eres, ya no soy la niña que te enamoró ―dijo para ver su reacción.
     ―No seas mala, presumida. Sé que dices eso para que te diga lo preciosa que estás ―El señor Bold giró la cintura de Brenda con dulzura, y tomó su rostro entre las manos para besarla despacio, muy despacio en la comisura de los labios.
     ―¿Interrumpo? ―dijo Nora desde la mitad del salón.
     Los Bold rompieron a reír y Brenda se colocó con disimulo el pantalón y el jersey que cubría buena parte de su cuerpo, como si nada hubiera pasado. Para Nora descubrir en esa actitud a sus padres era lo más hermoso que pudiera sucederle. Tanto ella como Lisa habían crecido con el calor y el cariño de unos padres, que se amaban sobre todas las cosas. Por eso pensaba Nora si encontraría un hombre tan maravilloso como su padre.
     Lisa bajó en ese instante y juntos degustaron el delicioso desayuno que la señora Brenda había preparado con tanto esmero. Después hacia casa de los Harris, donde les aguardaban varios juegos de cartas, algún que otro juego de pelota. Y una piscina que invitaba a los asistentes a pasar el calor de aquellas tierras que nunca descendía de los 25 grados.
     Sam estaba invitado a la barbacoa y durante todo el día estuvo detrás y delante de Lisa, quien se sentía como una artista del Hollywood más sofisticado. Nora nadó, jugó al baloncesto y le ganó dos partidas de cartas al hijo del señor Harris. Reía, reía sin cesar, le encantaba ganar. Era una competidora nata.
     ―¿Has visto? He vuelto a ganar ―le decía a su contrincante.
     ―Ya, ya veo ―respondía Dhon Harris, quien alguna de las veces se dejaba ganar.
     El hijo del señor Harris estaba convencido en que más tarde o más temprano, Nora caería en sus brazos, hacía muchos años que le gustaba, desde niños. Sabía que Nora era una muchacha difícil de conquistar y por ello, le gustaba todavía más. A ella Dhon le parecía un muchacho entrañable y muy apuesto, pero nunca había visto más allá. No venía nada en él que le atrajera sexualmente. Conocía que él confiaba en conquistarla, pero era un buen muchacho y se conocían desde siempre, por lo que no le molestaba nunca, sino todo lo contrario.
     Por la noche regresaron a su casa, Lisa quería saber qué había pasado entre Nora y el joven Harris.
     ―¿Qué has de contarme, Nora? ―preguntó Lisa a su hermana mientras ambas se aseaban para introducirse en la cama.
     ―¿Qué he de contarte, sobre qué? ―Nora la miró, como sólo ella sabía hacerlo.
     ―Ya sabes, sé que Dhon está por tus huesos desde que éramos pequeños. Te ha dejado ganar unas cuantas veces, ¿no te has dado cuenta?
     ―¡Qué dices! Jamás permitiría que nadie me dejara ganar ―dijo presuntuosa.
     ―Mae también lo ha dicho
     ―Te lo estás inventado, estoy segura.


 Laura Fernández.





domingo, 11 de septiembre de 2016

Nora Bold



                                    


     Ese año las fiestas de Bimpermiht finalizaron antes de tiempo. Para Nora, fueron tan cortas que todavía escuchaba en su memoria el ruido del carrusel de la feria ambulante que se levantaba cerca de su casa. Nora Bold una estudiante de cuarto curso que soñaba despierta y sólo pensaba en salir a bailar con su amiga Mae. Su hermana Lisa y el grandilocuente Sam Jones que no se apartaba de ella, entraban y salían de la habitación de Nora esa mañana.
     ―Date prisa Nora, Sam hace más de media hora que me molesta. Salgamos ya hacia el río, en dos semanas comienzan de nuevo las clases ―replicaba Lisa desde el quicio de la puerta de su hermana― Vamos, rápido.
     Nora Bold era una joven de diecisiete años con una mente privilegiada para los números. El curso anterior finalizó con las notas más altas de su clase. Tomaba clases de danza y estaba dotada de una voz que su profesor particular no había escuchado antes en ninguna de sus alumnas. Era una chica sencilla, su prenda favorita eran los vaqueros y las camisas atadas a la cintura, en sus pies zapatos planos de bailarina. Solía llevar el pelo suelto, lo tenía rizado y negro como el carbón antes de quemar, sus ojos violetas descubrían una mirada sincera y unos labios carnosos la volvían apetecible para la mayoría de los muchachos de su pueblo natal.
     ―Enseguida termino, Lisa ―respondió Nora a su hermana mientras colocaba una cinta roja en su pelo.
     Sam Jones hacía más de año y medio que iba tras Lisa, la creía la mujer de sus sueños, pero ella lo tenía como un amigo. A pesar de ello, el joven no perdía la esperanza ni la ilusión de que en algún día, en algún momento ella cambiara de parecer y le viera con otros ojos. Sam era un chico apuesto, alto y con una musculatura trabajada en la fábrica que dirigía su padre. De mirada penetrante y ojos como el mar en calma. Era un buen muchacho, no tenía ninguna prisa en conquistar a Lisa, pensaba que tarde o temprano ella caería en sus brazos totalmente enamorada.
     ―¿Quién se atreve a tirarse de cabeza? ―preguntó Sam creyendo que ninguna de las dos iba a responderle.
     ―Yo, misma ―dijo Nora, no sin antes dejar boquiabierto al musculado joven.
     ―Nora, ¿qué vas a hacer? Recuerda aquella vez que subiste al árbol del señor Jones y después tuviste una herida en la pierna que no cicatrizó hasta varios meses ―replicaba Lisa, algo asustada.
     ―Este Sam, cree que las mujeres somos de otra pasta. Alguien tendrá que hacerle ver lo contrario ―respondió desafiante Nora.
     ―Vaya, vaya, Nora. Eres la chica más atrevida que he conocido ―dijo presumido Sam― A ver si eres capaz de tirarte de cabeza y llegar más lejos de lo que voy a hacerlo yo ―le habló sonriente.
     ―Nora, por favor no le hagas caso, te lo ruego. Vais a conseguir que me enfade ―Nora reía mientras su hermana se desesperaba al saberla capaz de cualquier cosa.
     ―¿Quién dijo miedo? ―gritó Nora mientras se zambullía de cabeza en el río y se perdía entre sus aguas verdes, para cruzar un buen trecho antes de asomar la cabeza a la superficie.
     Tras de ella fue Sam y por supuesto, llegó más lejos que ella. Aquellos brazos trabajados le ayudaron a ello.
     ―¡Gané, Nora!
     ―No tenéis remedio, me voy ―habló indignada Lisa por el mal rato que había pasado.
     ―¡Ey Lisa! ¿Ni siquiera vas a bañarte en el río? ―Nora se sintió mal ante la decisión de su hermana.
     ―Sois idiotas, adiós.
     Nora y Sam salieron del agua en busca de Lisa, labor bastante difícil teniendo en cuenta lo resbaladizas que estaban esa mañana las piedras que bordeaban el río. Lisa no entraba en razón había recorrido ya un buen trecho y ellos, mientras se colocaban los zapatos y algo de ropa la perdieron de vista. Al regresar a casa Lisa estaba sobre la cama llorando, había planeado esa visita al río con ilusión y su hermana le hizo quedar en evidencia…algo que ocurría a menudo.
     ―Venga Lisa, no te lo tomes así. Ya sabes cómo soy, me gustan los retos, no pensé jamás que ibas a tomártelo de ese modo.
     ―Desde que tengo recuerdo tengo que estar pendiente de todo lo que haces, no temes a nada. Yo, sin embargo, hubiera sido incapaz de zambullirme de cabeza en el río, además a esa altura que lo has hecho tú. Me siento torpe, Nora ―hablaba entre sollozos sinceros y sentidos.
     ―Discúlpame Lisa, no te enfades conmigo. Sam se ha quedado disgustado con tu marcha, ese chico está por ti, lo sabes.
     ―¿Y eso qué importa? Sam es para mí un amigo nada más ―respondió negando que le gustara lo que su hermana le había dicho.
     Brenda, la madre de ambas escuchó alboroto en la habitación de las chicas.
     ―¿Qué sucede? ¿Otra vez estáis de discusión?
     ―Mamá, Nora conseguirá un día hacerse mucho daño ―habló Lisa ante la mirada penetrante y desafiante de su hermana.
     ―¿Qué ha pasado, Nora? ¿A dónde te has encaramado esta vez?
     ―No ha sido nada, mamá. Sam me ha retado a tirarme de cabeza en el río y nadar para ver quién de los dos ganaba ―dijo con voz melodramática y convincente.
     ―Nora, me obligarás a castigarte todo el sábado y el domingo por la mañana. Sé que eres fuerte y valiente, pero no puedes desafiar a la ley de la gravedad constantemente, porque un día te darás de bruces en el suelo y después habrá que correr hacia el hospital ―Brenda cerró de un portazo la puerta de la habitación de las muchachas.
     Brenda y James (padres de las chicas) vivían en una casa acomodada en las afueras del pueblo. Ella se ocupaba de las labores de la casa y la educación de las chicas y el señor James era el médico del lugar. Era un matrimonio bien avenido que se casó recién estrenada la veintena, una pareja de esas de toda la vida, de esos amores que se filtran en tu corazón a la par que en tu cerebro en cuanto besas a la otra persona. Llevaban juntos desde la primera adolescencia de ambos. El señor James adoraba a su esposa, la seguía viendo como la niña que conoció en la puerta de la escuela a los dieciséis años. Era un hombre dulce y entrañable con una mirada serena que transmitía toda la paz que tenía dentro. Tenía unas manos poderosas con las que hacía el bien a todo el condado, decían que había heredado un don de su abuela paterna, aunque él no hacía caso de esas cosas y decía que todo era gracias a la medicina. James era un hombre noble con el pelo cano y un fino bigote que conservaba todavía su color natural. Una mirada como la miel transmitía una seguridad imposible de imitar en todo aquel que le conocía.
     Brenda, la madre de Nora y Lisa y esposa de James era una mujer muy bonita. Llevaba el pelo a media espalda desde su más tierna juventud, unos bucles organizados, dorados y castaños embellecían aquel cuerpo escultural y bello. Era una mujer elegante, ella misma confeccionaba la ropa que vestía, fue algo innato en ella, jamás lo aprendió de nadie. Tenía una mirada penetrante de un verde y amarillo difícil de contemplar sin quedar completamente ensimismado entre su hechizo. En su juventud, cuidaba niños en su domicilio, su gran vocación fue ser madre y el destino le obsequió con las dos niñas más bonitas de todo Bimpermiht. El señor Bold jamás amó a otra mujer que no fuera Brenda y cuando lo hizo, fue imposible mirar a otra muchacha, pues su magnetismo atrapaba a cualquiera.







jueves, 7 de julio de 2016

Capítulo 1 de "Lo que esconde la isla de Yustum"






      Y allí estaba solo. Presenciaba la amplitud del mar que ante mis ojos se presentaba sereno, en un azul difícil de describir. Eran las arenas de sus aguas las que le otorgaban aquel tono turquesa tan característico de la zona. Hacía tres noches que la luna me vigilaba inquieta. Aquella embarcación a la deriva, consiguió que lograra hacerme el único superviviente de los tres barcos que buscaban un anhelado tesoro. Tuve miedo, pensé que las personas que me acompañaban en la travesía, descubrirían que el mapa estaba en mi poder. Cuando las naves que nos acompañaban, embarrancaron por el bravo oleaje, que destapó aquella tormenta tenebrosa, creí perecer en el intento. Logré esquivar sus miradas de recelo, incluso la del capitán de mi navío, quien conocía mi trayectoria y me sabía muy capaz de elucubrar cualquiera de las artes más sinuosas hasta dar con lo que deseaba.
     Recuerdo el día en que las tres embarcaciones partimos hacia la isla de Yustum. Lucía el sol de tal manera, que un cielo impoluto de nubes irradiaba y acariciaba nuestra piel. Era un mes de mayo, todavía el sol no era molesto. Las personas que embarcamos hacia la isla mágica, estábamos convencidas de que habría un preciado tesoro. Ninguno de nosotros sabía ni siquiera qué buscar.
     Lo más duro para mí, fue saber que María, mi amada fiel, no podía conocer mi secreto. Nadie más debía saberlo. Los días se hicieron eternos, guardaba en mi interior aquella poderosa información. Ella, sin sospechar nada, sonreía a cada mirada que compartíamos. Era tan bonita.
     ―¿Qué te sucede, te encuentro taciturno? ―completó con una mirada lánguida.
     ―Nada mujer ―respondí con cara de asombro. (Qué facilidad tienen las mujeres para leer el alma)…―pensé.
      Conocí a María dos años antes. Era amiga de un compañero de la infancia. Tuve suerte y un día se acercó hacia el embarcadero, en dónde descansaba el navío que despertó mi pasión por alta mar. Era muy bella, espigada como la mejor de las flores silvestres. Sus ojos violáceos, te perdían entre sus pensamientos, llevaba un vestido blanco y unas zapatillas de color azul. Lo que más me sorprendió de ella fue su sonrisa y la forma de echar la cabeza hacia atrás. Mientras sus labios jugosos compartían la alegría que acababa de descubrirle cualquiera de nosotros dos. Mi amigo Román y yo.
     Desde ese momento fue imposible apartarla de mi mente. Román se percató al instante de que María había calado hondo en mí. Sólo con una sonrisa cómplice vaticiné lo que él pensaba. A partir de entonces nos hicimos inseparables. Primero un café, después un paseo. Al cabo de unos meses, la primera salida hacia el mar. En ese momento sé que ella se enamoró de mí, pude leerlo de entre el brillo de su mirada hacia la mía y desde la risa que con tanto talento conseguía que yo siquiera. Caí preso entre sus redes.
     Román me dio la enhorabuena miles de veces, había conseguido lo que muchos hombres anhelaban: el corazón de una de las chicas más bonitas y nobles que mi amigo conocía:
     ―Has tenido suerte, Miguel. María es la mujer que todo hombre aspira para él. Es bonita, inteligente y tiene un encanto, que sólo las almas nobles poseen.―Me dijo, no sin algo de envidia.
     ―Gracias, Román. Es una suerte que se haya fijado en mí. Ni siquiera en ninguno de mis sueños, habría sido capaz de imaginarme una persona mejor ―dije orgulloso de mi mérito.
     Ella fue quien me convenció para preparar mi barco hacia la isla de Yustum. Se hablaba de un tesoro, que se encontraba escondido, entre las múltiples especies de árboles que vivían en aquella isla desértica. Nunca nadie antes tuvo la valentía de acercarse hacia ella. Yustum; una isla virgen, iba a ser abordaba por varios pasajeros de tres embarcaciones, parecía un concurso, mas no lo era.
     El capitán de uno de los navíos sospechaba que entre aquella espesura tan oscura, se hallaba una mina de oro. Pensaba que aquello era imposible. ¿Cómo podía existir una mina de oro, en medio del mar, en una isla? Creí que el hombre, por su edad avanzada, soñaba en voz alta; o quizás lo habría leído en alguna novela de ciencia ficción. Hasta que sin darme cuenta, mientras supervisaba el orden y control de cada embarcación para la salida, di con el fajo de papeles que tenían por título: “Lo que esconde la isla de Yustum”. Al leer el título del documento que encontré escondido en una carpeta de cuero antiguo, sospeché por su deterioro, que se trababa de un manuscrito olvidado en aquel navío de aquel hombre de pelo cano y barba poblada. Mi pulso temblaba, ¿y si era cierto lo que el capitán pensaba sobre Yustum? Quizás hubiera escuchado hablar sobre la existencia de lo que ahora estaba en mi poder. Un sudor, que mojaba mi camiseta, más de lo normal y helaba mi frente, caía por mis sienes. Nadie debía sospechar mi descubrimiento.
     Al regresar a la embarcación mis manos se movían por sí solas. La pierna derecha vibraba sin yo poder evitarlo. Mi respiración se aceleraba por momentos. Di gracias a que María no estaba conmigo. Tomé el escrito y me cercioré de que nadie más vigilaba mis pasos, ya en mi camarote abrí el documento. Con mis brazos secaba el sudor que caía sobre la mesa, un estado de nerviosismo exacerbado, se había apoderado de mí. Leí tramo a tramo aquellas hojas envejecidas por el tiempo y por las inclemencias de la sal y el sol de la embarcación. Estaba fechada: “2 de junio de 1925”. ¡No podía creerlo! Como pude, pues mi actitud, no era la mejor para concentrarme en lo que describía, inspeccioné página a página. Hablaba de un tesoro.
     El capitán Martín Rodero (quien firmaba el documento), explicaba con todo lujo de detalles, cómo arribar hasta una cueva nunca antes habitada por el hombre. Se encontraba en la parte este de la isla, a tres metros y cuarenta centímetros de un árbol que, rogué a Dios, que todavía siguiera en el lugar. Necesitaba una brújula, la llevaba conmigo. Con mi temperamento nervioso busqué entre mi mochila a ver si seguía en su interior. Sí, ahí estaba. Estudié con detenimiento el documento hasta saber de memoria las coordinadas de Martín Rodero. Nadie más conocería que aquellas páginas estaban en mi poder.
     A las cuatro y cuarto de la tarde, las embarcaciones que se apostaban en el puerto salieron como si de un juego se tratara. Tras el pistoletazo que disparó hacia el cielo una señora de tez rosada y sonrisa tierna. El sonido del revólver retumbó en mi cerebro como nunca antes ningún otro ruido me había molestado. Mi inquietud se aceleraba por momentos. María me miraba con cariño, pensaba que era tal mi ilusión por el viaje hacia Yustum, que estaba como un niño. Si ella supiera lo que en verdad transitaba una y otra vez por mi mente, quizás se hubiera enfadado conmigo, o tal vez no. No lo sé. Más no podía arriesgarme a ello.
     ―¡Hacia la isla mágica de Yustum! ―se escuchó de entre uno de los barcos que salían hacia la tierra deseada.
     La algarabía de la gente que se encontraba en cada embarcación se escuchaba entre el silencio del mar calmo. Serían dos los días de viaje. Había surcado esos mares en multitud de ocasiones, mi dilatada experiencia como marino, a pesar de ser vocacional y no profesional, me aportaba una tranquilidad que dudo que ningún otro de mis contrincantes poseyera en esos momentos. María estaba en la proa y disfrutaba de la brisa del mar. El barco, que comenzó a surcar las aguas, con una velocidad lenta in crescendo, dibujaba a mi prometida como una ninfa de los mares. Su melena cobriza iba a favor del viento esbozando un rostro perfecto para mí. Debía seguir en mi concentración, el primer día sería fácil de navegar en aquella latitud, el mar estaría calmo; más al acercarnos hacia Yustum conocía que las aguas iban a tornarse bravas. Había estudiado durante mucho tiempo cómo eran aquellos mares, el Atlántico nunca favorece a quien lo transita, era algo que aprendí en los primeros años de marino. Cada embarcación tomó rumbo hacia la isla, unos íbamos más rápidos que otros. María gozaba del trayecto, como si se tratara de un viaje de placer; aunque para mí era algo vital. Conocedor de lo que escondía la isla, debía llegar el primero, tendría que ser muy cauto, nadie sabría que me dirigía hacia un lugar determinado, ni siquiera María.
     La primera noche fue serena. Los tres barcos descansamos uno junto al otro. María estaba más alegre de lo que yo nunca la recordaba, para ella era el viaje de sus sueños. Creía que se trataba de un juego, de una competición. No descansé si no apenas dos horas y media durante toda la noche. Mi cabeza no dejaba de cavilar qué se encontraría en aquella cueva mágica. Si el capitán Mosseny estaba en lo cierto, podía estar repleta de oro, me parecía algo imposible, pero también lo fue encontrar el mapa que conducía a la ruta donde descansaba la cueva. Todo es posible en esta vida, pensé.
     A la mañana siguiente María preparaba unas tostadas con mantequilla y mermelada de melocotón. El café salía a borbotones y aromatizaba la parte ocupada para cocinar y degustar la comida; ese aroma, sólo el olor despertaba mis sentidos. Un zumo de naranja natural esperaba en una mesa pequeña, junto a una flor que María había dispuesto en un jarrón de plástico que compré en un gran bazar.
     ―Buen día, cariño ―dije con ternura, al ver el fastuoso desayuno que había preparado.
     ―Buenos días. Qué cara más pálida y qué ojeras. ―Me regaló con una mueca preocupada.
     ―Es que he dormido poco María, estoy tan inquieto por llegar hacia la isla para disfrutar de lo que allí se encuentre…―mentí sin acritud.
     Ella se sentó frente a mí en la mesa y degustamos aquel desayuno, que para mí fue un auténtico banquete. Estaba como una niña, había recogido su pelo en una coleta alta y se pintó los labios en un carmín brillante. Unos pantalones cortos rojos y una camiseta blanca, la mostraban más radiante que el sol que acababa de subir hacia la cima del cielo.
     Desde las dos embarcaciones restantes se escuchaban celebraciones, risas y alboroto. Saludé con la mano. María se apostó hacia estribor para dar los buenos días a una señora que portaba un sombrero de paja y seda:
     ―Buen día ―dijo contenta.
     ―Buenos días muchacha. ¿Habéis pasado una noche tranquila?
     ―Sí. ¿Y ustedes?
     ―Muy agradable.
     La señora tomaba el café con leche, en una taza de cerámica, estaba elegante con un vestido negro y blanco y aquella pamela tan sofisticada. Me acerqué para no parecer descortés:
     ―Sean buenos días ―dije con la intención de que no se notara mi extremo cansancio.
     El capitán escuchó mi voz y saludó con la mano:
     ―Buenos días. Te deseo una feliz travesía, muchacho.
     ―Se te ve cansado ―advirtió la señora ―Ellas siempre tan perspicaces (pensé).
     Asentí en silencio.
     Una hora y media después del desayuno, los tres barcos partimos uno junto a otro. Sabía por mis conocimientos marinos que aquel día iba a resultar difícil, navegamos a una cierta velocidad; a lo lejos, sobre las siete de la tarde se avistaba la isla de Yustum. Parecía un punto sobre el azul oscuro de aquellas aguas. Marina descansaba en el camarote, había bajado hacía media hora. Solo ante el mar me sentía libre. El anhelo por descubrir aquel tesoro, aquella cueva mágica, me nutría, ni siquiera pude probar bocado a la hora del almuerzo. Marina preparó una comida deliciosa, que fui incapaz de probar, alegué que el mar había revuelto mi estómago. Para mi asombro, sobre las ocho y cuarto y cuando ya se avistaba la isla a la perfección, el mar empezó a enfadarse por transitar en él sin su permiso. Unas olas gigantescas peleaban contra la proa del barco, a estribor golpeaban unos trozos de madera. Tuve miedo. María se levantó como buenamente pudo, el barco se movía de una forma desorbitada.
     ―¡Vuelve abajo! ―grité desde el timón.
     María regresó de dónde había salido. Las olas se enfurecían cada vez más y más. A ratos, no advertía a ninguno de mis contrincantes. Se escuchaba algún grito, mas el mar estaba tan furioso que no se podía descifrar lo que decía. Con todas mis fuerzas peleé contra el oleaje, contra el viento huracanado que no dejaba apenas respirar; y por fin, sin poder dar crédito, arribé a la parte más frondosa de la isla. Casi anochecía, me costaba controlar el timón de la embarcación. Mis ropas estaban empapadas por completo. Mi cabeza chorreaba sudor y agua salada.
     El barco por fin me hizo caso. Las olas menguaron como por arte de magia. Miré a mí alrededor, apenas había luz afuera de donde me encontraba. Costaba ver más allá de estribor. No se escuchaba voz alguna. Anclé la embarcación y bajé hacia el camarote para descansar junto a María, para mi sorpresa, se había golpeado contra el barco y sangraba en la parte derecha de la cabeza. Estaba sin conocimiento. La tomé en brazos y la subí escaleras arriba con el alma tejida por el miedo. No respiraba, pude darme cuenta al besarle la frente.
     Lloré como un niño sobre su cuerpo inerte y bello. Con mis manos mojadas, limpié la sangre que todavía manaba de su cabeza.
     ―Amor mío, amor mío. ¡María! ―grité con todo lo que tenía dentro de mí, parecía que si así lo hacía la volvería a la vida.
     Dormí en el camarote con su cuerpo junto al mío. Ni siquiera sequé mis ropas, desconozco cómo una pulmonía no se apoderó de mi persona. Estuve abrazado junto a ella la noche entera. Lloraba, la besaba, acariciaba su rostro gélido y de un blanco anacarado.
     A la mañana siguiente, nada más despuntar el alba, salí del camarote y el resto de acompañantes estaban a la deriva. No había nadie en la orilla de la isla, ni en la arena. Grité lo más fuerte que pude, con todas mis fuerzas:
     ¿Hay alguien ahí? ―repetí de manera enfermiza una y otra vez.
     ¡Hola! ¿Están ustedes en el interior de la isla? ¡Capitán! ―gritaba con desesperación.
     Sólo se escuchaban las aves, algunas gaviotas que sobrevolaban cerca de la orilla; nada más.
     Aquí sigo, he encontrado la cueva de oro. Era cierto, en su interior la abundancia reinaba por doquier. Pero de qué me servía ya, si había perdido al tesoro más preciado de mi vida…Quizás alguien venga en mi busca.

 Laura Fernández.




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