jueves, 7 de julio de 2016

Capítulo 1 de "Lo que esconde la isla de Yustum"






      Y allí estaba solo. Presenciaba la amplitud del mar que ante mis ojos se presentaba sereno, en un azul difícil de describir. Eran las arenas de sus aguas las que le otorgaban aquel tono turquesa tan característico de la zona. Hacía tres noches que la luna me vigilaba inquieta. Aquella embarcación a la deriva, consiguió que lograra hacerme el único superviviente de los tres barcos que buscaban un anhelado tesoro. Tuve miedo, pensé que las personas que me acompañaban en la travesía, descubrirían que el mapa estaba en mi poder. Cuando las naves que nos acompañaban, embarrancaron por el bravo oleaje, que destapó aquella tormenta tenebrosa, creí perecer en el intento. Logré esquivar sus miradas de recelo, incluso la del capitán de mi navío, quien conocía mi trayectoria y me sabía muy capaz de elucubrar cualquiera de las artes más sinuosas hasta dar con lo que deseaba.
     Recuerdo el día en que las tres embarcaciones partimos hacia la isla de Yustum. Lucía el sol de tal manera, que un cielo impoluto de nubes irradiaba y acariciaba nuestra piel. Era un mes de mayo, todavía el sol no era molesto. Las personas que embarcamos hacia la isla mágica, estábamos convencidas de que habría un preciado tesoro. Ninguno de nosotros sabía ni siquiera qué buscar.
     Lo más duro para mí, fue saber que María, mi amada fiel, no podía conocer mi secreto. Nadie más debía saberlo. Los días se hicieron eternos, guardaba en mi interior aquella poderosa información. Ella, sin sospechar nada, sonreía a cada mirada que compartíamos. Era tan bonita.
     ―¿Qué te sucede, te encuentro taciturno? ―completó con una mirada lánguida.
     ―Nada mujer ―respondí con cara de asombro. (Qué facilidad tienen las mujeres para leer el alma)…―pensé.
      Conocí a María dos años antes. Era amiga de un compañero de la infancia. Tuve suerte y un día se acercó hacia el embarcadero, en dónde descansaba el navío que despertó mi pasión por alta mar. Era muy bella, espigada como la mejor de las flores silvestres. Sus ojos violáceos, te perdían entre sus pensamientos, llevaba un vestido blanco y unas zapatillas de color azul. Lo que más me sorprendió de ella fue su sonrisa y la forma de echar la cabeza hacia atrás. Mientras sus labios jugosos compartían la alegría que acababa de descubrirle cualquiera de nosotros dos. Mi amigo Román y yo.
     Desde ese momento fue imposible apartarla de mi mente. Román se percató al instante de que María había calado hondo en mí. Sólo con una sonrisa cómplice vaticiné lo que él pensaba. A partir de entonces nos hicimos inseparables. Primero un café, después un paseo. Al cabo de unos meses, la primera salida hacia el mar. En ese momento sé que ella se enamoró de mí, pude leerlo de entre el brillo de su mirada hacia la mía y desde la risa que con tanto talento conseguía que yo siquiera. Caí preso entre sus redes.
     Román me dio la enhorabuena miles de veces, había conseguido lo que muchos hombres anhelaban: el corazón de una de las chicas más bonitas y nobles que mi amigo conocía:
     ―Has tenido suerte, Miguel. María es la mujer que todo hombre aspira para él. Es bonita, inteligente y tiene un encanto, que sólo las almas nobles poseen.―Me dijo, no sin algo de envidia.
     ―Gracias, Román. Es una suerte que se haya fijado en mí. Ni siquiera en ninguno de mis sueños, habría sido capaz de imaginarme una persona mejor ―dije orgulloso de mi mérito.
     Ella fue quien me convenció para preparar mi barco hacia la isla de Yustum. Se hablaba de un tesoro, que se encontraba escondido, entre las múltiples especies de árboles que vivían en aquella isla desértica. Nunca nadie antes tuvo la valentía de acercarse hacia ella. Yustum; una isla virgen, iba a ser abordaba por varios pasajeros de tres embarcaciones, parecía un concurso, mas no lo era.
     El capitán de uno de los navíos sospechaba que entre aquella espesura tan oscura, se hallaba una mina de oro. Pensaba que aquello era imposible. ¿Cómo podía existir una mina de oro, en medio del mar, en una isla? Creí que el hombre, por su edad avanzada, soñaba en voz alta; o quizás lo habría leído en alguna novela de ciencia ficción. Hasta que sin darme cuenta, mientras supervisaba el orden y control de cada embarcación para la salida, di con el fajo de papeles que tenían por título: “Lo que esconde la isla de Yustum”. Al leer el título del documento que encontré escondido en una carpeta de cuero antiguo, sospeché por su deterioro, que se trababa de un manuscrito olvidado en aquel navío de aquel hombre de pelo cano y barba poblada. Mi pulso temblaba, ¿y si era cierto lo que el capitán pensaba sobre Yustum? Quizás hubiera escuchado hablar sobre la existencia de lo que ahora estaba en mi poder. Un sudor, que mojaba mi camiseta, más de lo normal y helaba mi frente, caía por mis sienes. Nadie debía sospechar mi descubrimiento.
     Al regresar a la embarcación mis manos se movían por sí solas. La pierna derecha vibraba sin yo poder evitarlo. Mi respiración se aceleraba por momentos. Di gracias a que María no estaba conmigo. Tomé el escrito y me cercioré de que nadie más vigilaba mis pasos, ya en mi camarote abrí el documento. Con mis brazos secaba el sudor que caía sobre la mesa, un estado de nerviosismo exacerbado, se había apoderado de mí. Leí tramo a tramo aquellas hojas envejecidas por el tiempo y por las inclemencias de la sal y el sol de la embarcación. Estaba fechada: “2 de junio de 1925”. ¡No podía creerlo! Como pude, pues mi actitud, no era la mejor para concentrarme en lo que describía, inspeccioné página a página. Hablaba de un tesoro.
     El capitán Martín Rodero (quien firmaba el documento), explicaba con todo lujo de detalles, cómo arribar hasta una cueva nunca antes habitada por el hombre. Se encontraba en la parte este de la isla, a tres metros y cuarenta centímetros de un árbol que, rogué a Dios, que todavía siguiera en el lugar. Necesitaba una brújula, la llevaba conmigo. Con mi temperamento nervioso busqué entre mi mochila a ver si seguía en su interior. Sí, ahí estaba. Estudié con detenimiento el documento hasta saber de memoria las coordinadas de Martín Rodero. Nadie más conocería que aquellas páginas estaban en mi poder.
     A las cuatro y cuarto de la tarde, las embarcaciones que se apostaban en el puerto salieron como si de un juego se tratara. Tras el pistoletazo que disparó hacia el cielo una señora de tez rosada y sonrisa tierna. El sonido del revólver retumbó en mi cerebro como nunca antes ningún otro ruido me había molestado. Mi inquietud se aceleraba por momentos. María me miraba con cariño, pensaba que era tal mi ilusión por el viaje hacia Yustum, que estaba como un niño. Si ella supiera lo que en verdad transitaba una y otra vez por mi mente, quizás se hubiera enfadado conmigo, o tal vez no. No lo sé. Más no podía arriesgarme a ello.
     ―¡Hacia la isla mágica de Yustum! ―se escuchó de entre uno de los barcos que salían hacia la tierra deseada.
     La algarabía de la gente que se encontraba en cada embarcación se escuchaba entre el silencio del mar calmo. Serían dos los días de viaje. Había surcado esos mares en multitud de ocasiones, mi dilatada experiencia como marino, a pesar de ser vocacional y no profesional, me aportaba una tranquilidad que dudo que ningún otro de mis contrincantes poseyera en esos momentos. María estaba en la proa y disfrutaba de la brisa del mar. El barco, que comenzó a surcar las aguas, con una velocidad lenta in crescendo, dibujaba a mi prometida como una ninfa de los mares. Su melena cobriza iba a favor del viento esbozando un rostro perfecto para mí. Debía seguir en mi concentración, el primer día sería fácil de navegar en aquella latitud, el mar estaría calmo; más al acercarnos hacia Yustum conocía que las aguas iban a tornarse bravas. Había estudiado durante mucho tiempo cómo eran aquellos mares, el Atlántico nunca favorece a quien lo transita, era algo que aprendí en los primeros años de marino. Cada embarcación tomó rumbo hacia la isla, unos íbamos más rápidos que otros. María gozaba del trayecto, como si se tratara de un viaje de placer; aunque para mí era algo vital. Conocedor de lo que escondía la isla, debía llegar el primero, tendría que ser muy cauto, nadie sabría que me dirigía hacia un lugar determinado, ni siquiera María.
     La primera noche fue serena. Los tres barcos descansamos uno junto al otro. María estaba más alegre de lo que yo nunca la recordaba, para ella era el viaje de sus sueños. Creía que se trataba de un juego, de una competición. No descansé si no apenas dos horas y media durante toda la noche. Mi cabeza no dejaba de cavilar qué se encontraría en aquella cueva mágica. Si el capitán Mosseny estaba en lo cierto, podía estar repleta de oro, me parecía algo imposible, pero también lo fue encontrar el mapa que conducía a la ruta donde descansaba la cueva. Todo es posible en esta vida, pensé.
     A la mañana siguiente María preparaba unas tostadas con mantequilla y mermelada de melocotón. El café salía a borbotones y aromatizaba la parte ocupada para cocinar y degustar la comida; ese aroma, sólo el olor despertaba mis sentidos. Un zumo de naranja natural esperaba en una mesa pequeña, junto a una flor que María había dispuesto en un jarrón de plástico que compré en un gran bazar.
     ―Buen día, cariño ―dije con ternura, al ver el fastuoso desayuno que había preparado.
     ―Buenos días. Qué cara más pálida y qué ojeras. ―Me regaló con una mueca preocupada.
     ―Es que he dormido poco María, estoy tan inquieto por llegar hacia la isla para disfrutar de lo que allí se encuentre…―mentí sin acritud.
     Ella se sentó frente a mí en la mesa y degustamos aquel desayuno, que para mí fue un auténtico banquete. Estaba como una niña, había recogido su pelo en una coleta alta y se pintó los labios en un carmín brillante. Unos pantalones cortos rojos y una camiseta blanca, la mostraban más radiante que el sol que acababa de subir hacia la cima del cielo.
     Desde las dos embarcaciones restantes se escuchaban celebraciones, risas y alboroto. Saludé con la mano. María se apostó hacia estribor para dar los buenos días a una señora que portaba un sombrero de paja y seda:
     ―Buen día ―dijo contenta.
     ―Buenos días muchacha. ¿Habéis pasado una noche tranquila?
     ―Sí. ¿Y ustedes?
     ―Muy agradable.
     La señora tomaba el café con leche, en una taza de cerámica, estaba elegante con un vestido negro y blanco y aquella pamela tan sofisticada. Me acerqué para no parecer descortés:
     ―Sean buenos días ―dije con la intención de que no se notara mi extremo cansancio.
     El capitán escuchó mi voz y saludó con la mano:
     ―Buenos días. Te deseo una feliz travesía, muchacho.
     ―Se te ve cansado ―advirtió la señora ―Ellas siempre tan perspicaces (pensé).
     Asentí en silencio.
     Una hora y media después del desayuno, los tres barcos partimos uno junto a otro. Sabía por mis conocimientos marinos que aquel día iba a resultar difícil, navegamos a una cierta velocidad; a lo lejos, sobre las siete de la tarde se avistaba la isla de Yustum. Parecía un punto sobre el azul oscuro de aquellas aguas. Marina descansaba en el camarote, había bajado hacía media hora. Solo ante el mar me sentía libre. El anhelo por descubrir aquel tesoro, aquella cueva mágica, me nutría, ni siquiera pude probar bocado a la hora del almuerzo. Marina preparó una comida deliciosa, que fui incapaz de probar, alegué que el mar había revuelto mi estómago. Para mi asombro, sobre las ocho y cuarto y cuando ya se avistaba la isla a la perfección, el mar empezó a enfadarse por transitar en él sin su permiso. Unas olas gigantescas peleaban contra la proa del barco, a estribor golpeaban unos trozos de madera. Tuve miedo. María se levantó como buenamente pudo, el barco se movía de una forma desorbitada.
     ―¡Vuelve abajo! ―grité desde el timón.
     María regresó de dónde había salido. Las olas se enfurecían cada vez más y más. A ratos, no advertía a ninguno de mis contrincantes. Se escuchaba algún grito, mas el mar estaba tan furioso que no se podía descifrar lo que decía. Con todas mis fuerzas peleé contra el oleaje, contra el viento huracanado que no dejaba apenas respirar; y por fin, sin poder dar crédito, arribé a la parte más frondosa de la isla. Casi anochecía, me costaba controlar el timón de la embarcación. Mis ropas estaban empapadas por completo. Mi cabeza chorreaba sudor y agua salada.
     El barco por fin me hizo caso. Las olas menguaron como por arte de magia. Miré a mí alrededor, apenas había luz afuera de donde me encontraba. Costaba ver más allá de estribor. No se escuchaba voz alguna. Anclé la embarcación y bajé hacia el camarote para descansar junto a María, para mi sorpresa, se había golpeado contra el barco y sangraba en la parte derecha de la cabeza. Estaba sin conocimiento. La tomé en brazos y la subí escaleras arriba con el alma tejida por el miedo. No respiraba, pude darme cuenta al besarle la frente.
     Lloré como un niño sobre su cuerpo inerte y bello. Con mis manos mojadas, limpié la sangre que todavía manaba de su cabeza.
     ―Amor mío, amor mío. ¡María! ―grité con todo lo que tenía dentro de mí, parecía que si así lo hacía la volvería a la vida.
     Dormí en el camarote con su cuerpo junto al mío. Ni siquiera sequé mis ropas, desconozco cómo una pulmonía no se apoderó de mi persona. Estuve abrazado junto a ella la noche entera. Lloraba, la besaba, acariciaba su rostro gélido y de un blanco anacarado.
     A la mañana siguiente, nada más despuntar el alba, salí del camarote y el resto de acompañantes estaban a la deriva. No había nadie en la orilla de la isla, ni en la arena. Grité lo más fuerte que pude, con todas mis fuerzas:
     ¿Hay alguien ahí? ―repetí de manera enfermiza una y otra vez.
     ¡Hola! ¿Están ustedes en el interior de la isla? ¡Capitán! ―gritaba con desesperación.
     Sólo se escuchaban las aves, algunas gaviotas que sobrevolaban cerca de la orilla; nada más.
     Aquí sigo, he encontrado la cueva de oro. Era cierto, en su interior la abundancia reinaba por doquier. Pero de qué me servía ya, si había perdido al tesoro más preciado de mi vida…Quizás alguien venga en mi busca.

 Laura Fernández.




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