Sigo nadando, no he parado de hacerlo durante todo este tiempo. Logré salir de las aguas enfurecidas que arañaban mi piel contra las rocas, donde la corriente nos llevaba hacia un acantilado. En verdad pasé miedo, ver a todas aquellas personas, caer por el precipicio que el agua formaba en la frondosa naturaleza, pasé miedo. Aún así seguí nadando, ya salí a la superficie y aunque las rocas picudas, no me dejaban apenas poner los pies sobre ellas, pude salir.
Curé mis heridas tan pronto como me fue posible y seguí buscando, ya estaba fuera, no había ningún peligro. Ayudé tras de mí, a todas las otras personas que me habían seguido, algunas magulladas por el oleaje, fueron restableciéndose también. Y poco a poco, fuimos en busca del otro lado, lentamente hasta que salimos de aquellas aguerridas rocas que molestaban tanto a nuestros pies, que no hacíamos más que intentar salir rápidamente de allí. De pronto la vi, estaba bastantes metros más abajo, pero la vi, era una preciosa playa. ¡No podía dar crédito a lo que veían mis ojos!, llena de arena fina, el agua cristalina dibujada de colores entre turquesa, celeste y azul marino, un mar precioso y calmo. Como invitándonos a bajar desde lo alto de las rocas, para poder bañarnos en él. El sol lucía resplandeciente, ninguna nube podía taparlo ya, nos miramos todos y reímos, a alguno incluso, le resbalaron unas pequeñas lágrimas de emoción contenida. ¡Lo habíamos conseguido!.
Fuimos bajando despacio las rocas resbalaban, nuestros pobres pies doloridos deseaban poder pisar la fina arena que divisaban nuestros ojos. Lentamente conseguimos entrar en la arena, quemaba era muy fina y muy clara de color. ¡Qué alegría poder pisar aquel mullido manto caliente!, que nos llevaba directos a un mar precioso, lleno de peces de colores. ¡Dios mio!, había merecido la pena todo lo que habíamos pasado.
Como pude, pues mis pies me dolían mucho, llegué hasta la orilla. No sé explicarles la sensación que sentí al tocar con mi piel, el agua cristalina. El frío contraste que sentía al mojarme, enrojecida por el sol. No podía ni creerlo, empecé a nadar, era una auténtica piscina de la naturaleza más pura. Los peces me rodeaban mientras no paraba de mover mis brazos y mis piernas, aliviada y agradecida a la naturaleza, tan bella.
El mar, tan calmo, parecía pedirnos perdón por todo lo que habíamos sufrido al otro lado. Nadie se lo tuvo en cuenta y agradecidos por el precioso regalo, nadamos y jugamos unos con otros. Tumbada boca arriba, dejé navegar mi cuerpo sobre él, descansando. Mis brazos estirados y mis piernas también, con mis ojos cerrados, podía visualizar una intensa luz roja brillante de la energía maravillosa de aquel precioso sol.
Seguí nadando entre el mar calmo que me acompañaba y los peces que intrigados no me dejaban a solas y pude sentir que no siempre el mar es bravo y las rocas golpean tu cuerpo.
Que todo pasa y que me espera lo mejor, la mejor playa, el mejor sol, la mejor arena, el más bello y puro color de todos los azules que dibujan mi playa. Seguiré nadando, jamás voy a pararme aunque........ ya encontré mi playa.........
Laura Fernández
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