Nora Bold la
chica más inteligente del instituto y la más hermosa. Corría el año 1956 y se
había apostado con su gran amiga Mae a ver quién de las dos entraba primero en
una relación. Para Nora era algo que le traía sin cuidado, nunca hizo caso a
ninguno de los jóvenes que bebían los vientos por ella, y por esa forma de
caminar entre diva y sabelotodo. Mezclado con una ingenuidad que la volvía
adorable.
Mae estaba
enamorada desde el verano anterior del atlético John Haverd. Cada vez que
compartían las canchas de baloncesto, ella como animadora con su mini falda
blanca y su jersey rojo y blanco. Y él con su traje de deportista, que lo
convertía en un auténtico dios en la tierra, Mae creía morir de la emoción.
Algo que Nora no comprendía. Sí, era cierto, John Haverd era muy guapo, sin descontar
su atractivo, pero hasta ese extremo…no, no lo comprendía. Para Nora el amor
era otra cosa, algo que no había sentido todavía. Algún muchacho le había
llamado la atención, otros la habían enternecido y varios, tenían su amistad
sincera, pero desconocía lo que su amiga sentía hacia John.
―¿Vas a venir
el domingo a la barbacoa que se celebra en casa de los Harris?
―¿Barbacoa? Es
la primera noticia que tengo ―respondió Nora mientras colocaba la parte trasera de la
cintura de su pantalón.
―Seguro que
tus padres están invitados.
―Puede ser. Si
es así, nos veremos el domingo ―aportó sin gran entusiasmo.
―Nora, ¿qué
piensas hacer cuando finalices el instituto?
―Quiero ser
médico, como mi padre.
―¿En serio? ―Mae
se conformaba con que John Haverd la invitara a salir y le pidiera matrimonio.
―¿Qué harás tú
cuando termines los estudios aquí? ―preguntó Nora para desubicarla por completo.
―Pues…―carraspeó―
Puede que estudie para ser profesora, como la señorita Bird ―se inventó en un
instante.
Finalizaba el
viernes y las chicas recogían los libros que estaban sobre la mesa de la clase.
El señor Larson (profesor de matemáticas) ponía sobre la tarima el maletín que
acababa de cerrar.
―Buen fin de
semana, muchachos ―dijo Larson con la alegría de saber que durante dos días no
volvería a ver a ninguno de ellos.
―Que tenga
usted un agradable fin de semana, profesor ―respondió una muchacha de la
primera fila.
El domingo
bien temprano la señora Brenda preparaba lo necesario para salir hacia casa de
los Harris. Ya estaba el desayuno dispuesto sobre la mesa. Y una tarta de queso
con arándanos, que había envuelto de manera elegante para obsequiar con él a la
señora Harris. Ella ya estaba a punto para salir, había desayunado hacía un par
de horas un café con leche sin nada más. Encima de la tarima había tortitas de
maíz recién hechas, una tarta de chocolate, huevos revueltos y una jarra de
zumo de naranja recién exprimido. El café aromatizaba toda la parte inferior de
la vivienda despertando con su aroma a todo aquel que se dejaba enamorar por Morfeo.
Brenda
observaba su imagen en el espejo de la entrada. Era muy bonita, a ella le gustaría
no tener alguna arruguita que otra en el contorno de sus ojos tan lindos, pero
era consciente de que eran la expresividad de su risa contagiosa. Era muy
feliz, siempre soñó con tener la familia que ahora poseía y verse ya una mujer
en sus cincuenta años, le parecía imposible. Qué rápido pasa la vida ―pensaba,
no sin razón― El espejo le devolvía su figura de un lado, después del otro.
Acicalaba su melena dorada y colocaba con destreza algunos rizos que la noche
anterior la habían desafiado con la almohada. En eso estaba cuando bajó el
señor Bold.
―Eres muy
bonita, Brenda ―le obsequió mientras besaba su cuello de cisne.
―¡Oh
James! Qué tonto eres, ya no soy la niña que te enamoró ―dijo para ver su reacción.
―No
seas mala, presumida. Sé que dices eso para que te diga lo preciosa que estás ―El
señor Bold giró la cintura de Brenda con dulzura, y tomó su rostro entre las
manos para besarla despacio, muy despacio en la comisura de los labios.
―¿Interrumpo?
―dijo Nora desde la mitad del salón.
Los Bold rompieron a reír y Brenda se colocó con disimulo el pantalón y
el jersey que cubría buena parte de su cuerpo, como si nada hubiera pasado.
Para Nora descubrir en esa actitud a sus padres era lo más hermoso que pudiera
sucederle. Tanto ella como Lisa habían crecido con el calor y el cariño de unos
padres, que se amaban sobre todas las cosas. Por eso pensaba Nora si encontraría
un hombre tan maravilloso como su padre.
Lisa bajó en ese instante y juntos degustaron el delicioso desayuno que
la señora Brenda había preparado con tanto esmero. Después hacia casa de los
Harris, donde les aguardaban varios juegos de cartas, algún que otro juego de
pelota. Y una piscina que invitaba a los asistentes a pasar el calor de aquellas
tierras que nunca descendía de los 25 grados.
Sam estaba invitado a la barbacoa y durante todo el día estuvo detrás y
delante de Lisa, quien se sentía como una artista del Hollywood más
sofisticado. Nora nadó, jugó al baloncesto y le ganó dos partidas de cartas al
hijo del señor Harris. Reía, reía sin cesar, le encantaba ganar. Era una
competidora nata.
―¿Has
visto? He vuelto a ganar ―le decía a su contrincante.
―Ya,
ya veo ―respondía Dhon Harris, quien alguna de las veces se dejaba ganar.
El
hijo del señor Harris estaba convencido en que más tarde o más temprano, Nora
caería en sus brazos, hacía muchos años que le gustaba, desde niños. Sabía que
Nora era una muchacha difícil de conquistar y por ello, le gustaba todavía más.
A ella Dhon le parecía un muchacho entrañable y muy apuesto, pero nunca había
visto más allá. No venía nada en él que le atrajera sexualmente. Conocía que él
confiaba en conquistarla, pero era un buen muchacho y se conocían desde
siempre, por lo que no le molestaba nunca, sino todo lo contrario.
Por la noche regresaron a su casa, Lisa quería saber qué había pasado
entre Nora y el joven Harris.
―¿Qué
has de contarme, Nora? ―preguntó Lisa a su hermana mientras ambas se aseaban
para introducirse en la cama.
―¿Qué he de contarte, sobre qué? ―Nora la
miró, como sólo ella sabía hacerlo.
―Ya
sabes, sé que Dhon está por tus huesos desde que éramos pequeños. Te ha dejado
ganar unas cuantas veces, ¿no te has dado cuenta?
―¡Qué
dices! Jamás permitiría que nadie me dejara ganar ―dijo presuntuosa.
―Mae
también lo ha dicho
―Te
lo estás inventado, estoy segura.
Laura Fernández.